miércoles, 18 de abril de 2012

El viento sobre Penumbrosa (I)



Con El viento sobre Penumbrosa obtuve en 2010 el I Premio del VI Certamen Literario de Cadena SER Madrid Sur, "Una de piratas". Fue publicado ese mismo año en un volumen conjunto editado por SER Madrid Sur y Grupo Cefoim.

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-Maldito perro rabioso, ¡te arrancaremos la lengua!

La voz del Capitán Santiniebla era como el sonido de una lija sobre una tabla de madera, y contenía un leve matiz chirriante que cortaba la circulación.

-¡Ya has oído al Capitán, perro!- escupió el hombre al que llamaban el Tuerto, mareándome con su aliento agrio que apestaba a alcohol.

En aquellos momentos no podía ver nada: tenía los ojos fuertemente cerrados para tratar de soportar el dolor que se extendía por todo mi cuerpo. El Tuerto me sujetaba por detrás, y podía sentir el frío metal de su cuchillo apoyado sobre mi malograda garganta. Dejé de debatirme entre sus brazos y me detuve, intentando controlar la respiración. Después de todo, solo querían que me quedara quieto. Al cabo de un instante, pude escuchar las grotescas risas de aquellos hombres, y de nuevo la voz del Capitán que susurraba entre dientes:

-Parece que va entendiendo nuestro idioma; ya era hora… Como premio por haber sido razonable, vamos a dejarlo descansar: ya habrá tiempo de divertirnos más tarde… ¡¡Venga, llevadlo a la bodega!!

El Tuerto, con ayuda de alguien más, me arrastró unos metros y me dejó caer en el suelo de un empujón, cerrando una puerta tras de sí. Volvieron a escucharse risas, y poco a poco las voces se fueron alejando.

Pasados unos instantes, me atreví a abrir los ojos. El lugar donde me hallaba encerrado se encontraba en penumbra, iluminado solo por la débil luz de un candelabro que había apoyado en un barril, al fondo de la estancia. Avancé como pude hasta allí, tratando de ignorar la gravedad de mis heridas, y cogí el candelabro entre mis manos. Muy cerca, se hallaba una enorme pila de barro llena de agua, que probablemente fuera utilizada por la tripulación para lavarse. Acerqué el candelabro y me asomé al borde de la pila con la intención de echarme un poco de agua en la cara. Pero antes de hacerlo, algo me detuvo. Lo que allí vi me dejó paralizado, frío. Y entonces recordé.



Aquel extraño viento llegó al puerto de Penumbrosa cinco años antes que los piratas; súbitamente, sin anunciarse, y nunca más volvió a irse. Era un viento gélido y húmedo, y llevaba prendidas en sus átomos misteriosas voces susurrantes que hablaban de ausencias en un idioma desconocido. Algunas noches sin luna, el viento se adentraba en el pueblo y golpeaba las puertas y las ventanas desacompasadamente, dejando a su paso una inquietud creciente e incomprensible y un frío que se alojaba en el cuerpo y el corazón y permanecía allí quieto durante horas. Siempre que esto ocurría, mi madre atrancaba los ventanucos y corría las cortinas, como si el viento no fuera invisible y ella tuviera miedo de descubrir su terrible rostro velado acechando por detrás de los cristales. Y en verdad, había algo que inducía a pensar que estaba vivo, que no se trataba de un viento normal, de un mero fenómeno de la naturaleza.

Recuerdo el día exacto en el que comenzó a soplar el viento. Era una mañana de noviembre, posiblemente el mes en el que más pájaros mueren y más corazones se deshojan. Una niebla tenue se había apoderado de Penumbrosa, y ese día los pescadores no osaron salir a altamar, no tanto por el tiempo como por la misteriosa sensación de pánico que los embargaba. Los ancianos del pueblo aseguraron que aquellas confusas voces, dispersas entre las nubes, pertenecían a las ánimas de la tripulación de un antiguo navío que naufragó en las proximidades de Penumbrosa, hacía casi medio siglo.

Nunca he creído en las historias de fantasmas. Ni siquiera entonces, cuando no contaba más de dieciséis años. Por eso, aprovechando que mi padre no había abierto esa mañana la relojería, salí de casa y eché a andar hacia el acantilado. A medida que me acercaba, el viento soplaba con más fuerza, y las voces que llevaba prendidas susurraban a velocidad vertiginosa, incomprensible, escalofriante. Confieso que, en algún momento, me sentí tentado de abandonar mi aventura y volver a casa; pero una fuerza desconocida me conminó a seguir adelante. Penumbrosa estaba desierta, como si sus habitantes previeran una furiosa tormenta o la inminente llegada de un ejército enemigo.

Bajo la niebla, el acantilado tenía un aspecto fantasmagórico, y el viento parecía chillar, estremecerse violentamente en remolinos psicodélicos. Avanzando en dirección contraria a la que soplaba, fui bajando por el sendero pedregoso que conducía hasta la playa. Es la playa de Penumbrosa una playa compuesta de rocas escarpadas, con formas caprichosas que la fuerza de las olas ha ido esculpiendo a lo largo de millones de años. Justo por debajo del acantilado, existe una pequeña cala de aguas calmadas y transparentes, tanto que casi se asemeja más a una laguna. En el centro de la cala, a unos pocos metros de la orilla, sobresale del agua una extraña formación rocosa que se va estrechando hasta terminar en un afilado pico. La llaman el Peñón del Sable.

En aquel lugar, frente al Peñón, me hallaba yo precisamente; y me reconfortó comprobar que desde allí, protegido por el acantilado, el viento había perdido fuerza y las voces se escuchaban más lejanas. Algo me hizo acercarme y mirar al agua, y fue entonces cuando lo vi.




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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

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