jueves, 24 de enero de 2013

La hora del naufragio


"La novena ola", Iván Aivazovsky



Quiero llorar porque me da la gana
como lloran los niños del último banco,
porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja,
pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado.

Federico García Lorca



En la hora del naufragio, las ideas se desvisten, arrancándose sus disfraces de verdades, y se quedan como lo que son. Ideas. Opiniones. ¿Qué es la verdad? ¿Cuántas verdades existen en el mundo? ¿Tal vez tantas como miradas?

Lo importante no es saber cuántas verdades existen, sino cuál de ellas es la tuya. No la Verdad, esa idea utópica y abstracta, sino tu verdad. El auténtico problema surge cuando la desconoces. Es tan fácil apoyarte en otra verdad, una que siempre te ha resultado maravillosa, absoluta y brillante, sin claroscuros ni temblores, sin vacilaciones ni puntos en sombra. Hasta que esa verdad tiembla, y descubre su verdadera naturaleza, su vulnerabilidad. Esa verdad no es más que otro argumento. Y el perfecto esquema vital –con su correspondiente código ético- que sobre ella habías construido, se derrumba.

Es la hora del naufragio.

Primero, el cielo se colorea de sombras, y sientes tu mirada apagarse. Después, un viento enfurecido comienza a arremeter sobre tu frágil embarcación, barnizada de ingenuidad. El miedo puede soplar más fuerte que cualquier huracán. Lo siguiente que ocurre es que pierdes el control del timón, y todo a tu alrededor se tambalea, y las olas se vuelven cada vez más altas, y de las nubes empiezan a brotar gotas de lluvia que son en realidad tu propio llanto.

Entonces, comprendes que nada ni nadie te salvarán de ser arrastrada por el océano de la incertidumbre, donde no hay más luz  que tus lágrimas, donde la fuerza inamovible de la Naturaleza te arrastra hacia abajo, siempre hacia abajo.

También se puede naufragar en el desierto. En cualquiera de los casos, la soledad es tan íntima y consistente, el mundo tan inmenso y tan vacío, que temes que esa soledad acabe metiéndose muy dentro de tu corazón, y que ese vacío acabe invadiéndote las entrañas, deshabitándote.

Y pierdes las referencias acerca del bien, el mal, lo correcto, lo incorrecto, la razón y la locura. “You are lost, little girl”, que diría Jim Morrison. Y también aparecen en tu mente aquellas otras palabras de Harry Nilsson que fueron la banda Sonora de la magnífica película Cowboy de medianoche, en la que los naufragios se suceden:

Everybody's talking at me.
I don't hear a word they're saying,
only the echoes of my mind.
People stopping staring,
I can't see their faces,
only the shadows of their eyes.

No vislumbras otra salida más allá de las lágrimas, porque en todos los casos eres la nota discordante, el ser rebelde e incontrolable, el que no tiene compostura ni remedio posible. No perteneces ni a un mundo, ni al otro. Te hallas a medio camino, en una especie de limbo que corresponde a tu terrible identidad de náufraga. Y en medio de ese mar, de ese vano desierto, ¿dónde encontrar tu verdad?

Si soplaras tan fuerte como el miedo. Pero algo te dice que eres solo brisa. Hay tantas voces gritándote, arrastrándote hacia sus propios caminos, que todas acaban por mezclarse en un rumor tan desbocado en el que no distingues una sola palabra. Lo normal para algunos es raro para otros. ¿Quiénes son los locos? ¿En qué lado del espejo te hallas? ¿Tal vez eres tú la loca? “Escucha a tu corazón”, susurra alguien. Pero no es más que otra opinión. ¿Por qué habrías de escuchar a tu corazón? ¿Cómo sabes que no deberías hacer exactamente lo contrario de lo que él te pide? Y es más: ¿dónde está tu corazón? ¿Por qué guarda silencio? ¿También te ha abandonado?

Ni siquiera puedes imitar a Sócrates y decir que sólo sabes que no sabes nada, porque tal vez sabes mucho más de lo que crees, o tal vez ni siquiera sepas que no sabes nada. La verdad, el mundo: todo es relativo. Y en ese océano de incertidumbre, temes descubrir un día que te has convertido en aquello de lo que siempre huiste: una mala persona.

¿Pero cómo saberlo? ¿Qué es el bien y el mal? Siempre has creído que ser mala es hacer daño conscientemente, pero hagas lo que hagas, hay alguien que sufre. Y si actúas sabiendo esto, ¿obras con maldad? ¿Se puede evitar actuar con maldad, si siempre acaba sufriendo alguien?

Si no soy poeta, ni niña, ni mujer, ni sombra… ¿aire? ¿Una herida abierta? ¿Unos ojos sin dueño?

Si todos se callaran, tal vez te escucharías a ti misma, o tal vez, por el contrario, el silencio sería tan desgarrador que acabarías deshaciéndote en el aire. ¿Cómo saberlo?

Tonto, imbécil, loco incurable, niño imposible; Luis, no tienes compostura… (Luis Cernuda)

1 comentario:

Óscar Sejas dijo...

El maravilloso formulario de blogger ha decidido borrar todo el comentario que te había hecho justo cuando le he dado a publicar, así que tendré que intentar reescribirlo de memoria:

Lo único que te convierte en una mala persona es hacerte daño a ti misma, si actúas o dices lo que los demás esperan, al final, la que sale mal parada eres tú.

Nunca se sabe si hacer caso al corazón, a la cabeza, a ambos, o a ninguno, supongo que si la decisión es buena para ti es la correcta y si te hace sufrir es la incorrecta. Creo que si actuaramos de esta forma todo nos iría mucho mejor. No es ser egoísta. Es ser práctico. No eres una ONG de la felicidad, no tienes que hacer felices a los demás, los demás tienen que ser felices por su cuenta y compartirla contigo si lo desean, al igual que tú compartirás tu felicidad con ellos si así lo deseas.

Con el tiempo uno aprende a dar respuestas sólo a quién hace las preguntas adecuadas. La vida es muy corta para pasársela dando explicaciones. De hecho creo que la única persona que puede exigirtelas eres tú misma. Saber pasar página se volverá necesario.

No dejes que te hagan la vida otros, tienes que tomar el timón.

Un beso.

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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

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