Villafranca de los Barros, Badajoz
Serio retrato en la pared
clarea
todavía. Nosotros divagamos.
Antonio Machado
I.
Encinares. El ronroneo suave
del motor del coche y, de fondo, la torre del campanario, destacando sobre el
delicioso conjunto de casitas bajas. Extremadura, extendiéndose fuerte, reseca,
sangrienta de guitarras, ante tus ojos ilusionados.
Villafranca de los Barros. No había
un lugar mejor. Eran los tiempos en los que todavía llorabas cuando, pasados
los tres o cuatro días de rigor, tu familia decidía volver a Madrid. Los tiempos
en los que dibujabas “Titas Mandis” en tus cuadernos –no eran más que monigotes
con un garabato rizado a modo de pelo, que todavía no habían evolucionado lo
suficiente para que las piernas no les salieran de la cabeza. La Carrera Chica
y la Carrera Grande. Las procesiones y tu obsesión por “disfrazarte” de “capirucho”
–nazareno. Los merengues del Falces, los pollos del Tito Manolo, Carrán y sus
perros. Los gatos de Manuela. El cuadro antiquísimo del pasillo llamado “El
barco fantasma”, que te estremecía y te fascinaba a partes iguales.
La última vez, casi volviste a
llorar cuando os marchabais. Aunque hubieran pasado tantos años. Aunque la
mitad de las cosas que hacían maravilloso el pueblo fuesen solo recuerdos.
II.
En el dormitorio que todos
llaman “la sala” había antes un armario fuerte, de madera de roble, lleno de
muñecas que fueron de mamá. Las cogías todas –junto con un Dartacán de tu
cosecha y algún que otro nuevo invitado extra- y las sentabas en aquellas
sillas de mimbre del pasillo. Después llevabas a tu hermanito, como si fuera un
muñeco más, y le invitabas también a sentarse. Desde aquel momento, tú eras la
profesora, y ellos, tus maravillados alumnos. Lo mejor era poner las notas…
No puedes evitar revivir estas
imágenes mientras miras a tus alumnos de carne y hueso, que parecen tan
pequeños, a pesar de ser mucho mayores de lo que eras tú en tus primeros días
de profesora improvisada…
III.
En el salón de la casa del pueblo hay todavía un retrato
que lleva allí desde que te alcanza la memoria. Una mujer joven, de mirada
oscura y penetrante, y pelo espeso de ébano. Nunca te planteaste que fuera
alguien de carne y hueso.
Recuerdas a tu abuela y
siempre la recuerdas cantando, o riéndose. Sentándote sobre sus rodillas, con
aquel vestido de cuadros azules y blancos que usaba para estar por casa, o su
falda negra de lunares blancos.
Todos en tu familia, y fuera
de ella, hablan de ella con adoración, con devoción, como si hubiera sido un
hada en vez de una persona real. Tú solo recuerdas que la querías con locura, y
piensas que ojalá te hubiera dado tiempo a conocerla mejor.
A los ocho años, cuando ella
ya no estaba, descubriste la identidad de la mujer del cuadro del salón.
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