“¡Conmuévete! Vacila como una
columna de tela. Tíñete con un rubor de equinoccio”. Pero los brazos no llegan
y el saludo es de uno, de mí, de mí. No de la materia sabida, ni siquiera de su
insobornable belleza. Que dimite.
Vicente Aleixandre
Entraste en aquella
biblioteca, sin saber que él te esperaría sentado a una mesa, junto a la
puerta. Sonreía con sorna. Las estanterías eran altas como edificios
descastados del cielo, y una penumbra romántica se extendía artificiosamente
sobre tu calavera.
Pronto, no había más que
aquella mesa. Te sentaste en el suelo polvoriento, fundiéndose poco a poco tus
huesos en él. Era mejor entonces la lúgubre biblioteca que un campo radiante
perfumado de nomeolvides… Podías estornudar. Podías fundirte con el suelo. Podías
invocar a todos los cielos de tu iris sin acabar sepultada por la primavera.
En otra biblioteca, el cartel
de la entrada lo dejaba claro:
SE EXIGE PASAR ACOMPAÑADO
¿Por qué? Porque hay estanterías
demasiado altas, cielos demasiado bajos y primaveras que se han convertido en
asesinos a sueldo disecados por el frío. La soledad te extraería tanta sangre que
incrementaría tu incapacidad de vomitar estrellas en un plato de nácar.
Elegiste a una mujer
cualquiera como tu acompañante. No, no a cualquiera: ella no te conocía. Sí que
afirmaba conocerte, de pasada, igual que se conocen las piedras y los pájaros
que a veces se posan en la memoria. Realidades ahogadas por palabras. Y la
elegiste a ella, porque ni siquiera te paraste a pensar. Solo recordabas una
calle luminosa y tu sombra que acababa de salir del colegio.
Así que entraste acompañada. Pero
a medida que ibas internándote en aquel espacio de penumbra incierta y largas
estanterías susurrantes, la voz de la mujer se alejaba con displicencia, como
los pájaros intermitentes que emigran del país del frío. Y te quedaste allí,
recordando una mezquita que tenía la misma alfombra de entramados confusos
sobre la que se paraban tus pies desnudos.
Y allí volvía a estar él: en
una mesa, junto a la puerta.
Tu cuerpo se fue anestesiando
con una calma infinita, de esferas vacías de reloj, arrancadas las agujas.
“Es oxígeno. Te vamos a poner
oxígeno”.
No, no es oxígeno. Es que
todas las bibliotecas son la misma, en realidad; y si no fuera por esa
presencia, nunca descansarías. Jamás se fundiría tu vestido negro –no azul, ni
blanco, sino negro- con el suelo, ni surgiría de las profundidades una voz sin
tiempo que te diese la bienvenida a mayo.
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