sábado, 11 de mayo de 2013

La sombra




“¡Conmuévete! Vacila como una columna de tela. Tíñete con un rubor de equinoccio”. Pero los brazos no llegan y el saludo es de uno, de mí, de mí. No de la materia sabida, ni siquiera de su insobornable belleza. Que dimite.

Vicente Aleixandre



Entraste en aquella biblioteca, sin saber que él te esperaría sentado a una mesa, junto a la puerta. Sonreía con sorna. Las estanterías eran altas como edificios descastados del cielo, y una penumbra romántica se extendía artificiosamente sobre tu calavera.

Pronto, no había más que aquella mesa. Te sentaste en el suelo polvoriento, fundiéndose poco a poco tus huesos en él. Era mejor entonces la lúgubre biblioteca que un campo radiante perfumado de nomeolvides… Podías estornudar. Podías fundirte con el suelo. Podías invocar a todos los cielos de tu iris sin acabar sepultada por la primavera.


En otra biblioteca, el cartel de la entrada lo dejaba claro:

SE EXIGE PASAR ACOMPAÑADO

¿Por qué? Porque hay estanterías demasiado altas, cielos demasiado bajos y primaveras que se han convertido en asesinos a sueldo disecados por el frío. La soledad te extraería tanta sangre que incrementaría tu incapacidad de vomitar estrellas en un plato de nácar.

Elegiste a una mujer cualquiera como tu acompañante. No, no a cualquiera: ella no te conocía. Sí que afirmaba conocerte, de pasada, igual que se conocen las piedras y los pájaros que a veces se posan en la memoria. Realidades ahogadas por palabras. Y la elegiste a ella, porque ni siquiera te paraste a pensar. Solo recordabas una calle luminosa y tu sombra que acababa de salir del colegio.

Así que entraste acompañada. Pero a medida que ibas internándote en aquel espacio de penumbra incierta y largas estanterías susurrantes, la voz de la mujer se alejaba con displicencia, como los pájaros intermitentes que emigran del país del frío. Y te quedaste allí, recordando una mezquita que tenía la misma alfombra de entramados confusos sobre la que se paraban tus pies desnudos.

Y allí volvía a estar él: en una mesa, junto a la puerta.

Tu cuerpo se fue anestesiando con una calma infinita, de esferas vacías de reloj, arrancadas las agujas.

“Es oxígeno. Te vamos a poner oxígeno”.

No, no es oxígeno. Es que todas las bibliotecas son la misma, en realidad; y si no fuera por esa presencia, nunca descansarías. Jamás se fundiría tu vestido negro –no azul, ni blanco, sino negro- con el suelo, ni surgiría de las profundidades una voz sin tiempo que te diese la bienvenida a mayo.


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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

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